Por David Hernández
Desde 2009, Honduras ha atravesado una cadena de hechos políticos que han debilitado la institucionalidad democrática y socavado la confianza ciudadana en el sistema electoral. Después del 30 de noviembre, muchos hondureños sienten que el país revive aquella historia oscura que marcó las elecciones de 2013 y 2017 bajo el liderazgo autoritario de Juan Orlando Hernández. La democracia electoral —que debería ser el mecanismo más claro de expresión de la voluntad popular— se ha convertido, tristemente, en una ilusión y una burla para gran parte de la población.
En lugar de elegir al presidente mediante la simple y legítima fórmula de “quien obtiene más votos”, la percepción general, respaldada por analistas, observadores y sectores sociales, es que el resultado depende más de quienes administran e influyen en el proceso que del voto mismo de la ciudadanía. Esta percepción se sostiene tras cada comicios, porque está arraigada en una historia marcada sistemáticamente por episodios de fraude, manipulación, destrucción de actas, caídas, curvas y alteraciones de sistemas, así como retrasos estratégicos en la transmisión de resultados. Un patrón que se repite y que profundiza la desconfianza ciudadana.
Por ello, no sorprende que diversos sectores adviertan que Honduras podría estar enfrentando un “proceso electoral 2017 versión 2.0”, con métodos y maniobras similares a las que en el pasado generaron crisis política, desconfianza y tensión social en todo el país.
Hoy, se denuncian inconsistencias e irregularidades, como actas infladas, votaciones rurales “milagrosas”, ausencia de dispositivos biométricos a pesar de ser obligatorios, y retrasos en el poco confiable y manipulable TREP, así como presiones internas y externas que buscan incidir en la vida política del país. Esta situación se vuelve aún más grave si se considera la millonaria inversión destinada a garantizar elecciones transparentes, confiables, democráticas y en paz, que, lejos de lograrlo, genera inseguridad, incertidumbre e incluso pobreza, desigualdad y desafortunadamente más tristeza. Las elecciones en Honduras suelen dejar conclusiones dolorosas: aquí no siempre gana quien recibe más votos, sino quien administra el conteo, y esa realidad golpea directamente el corazón de la soberanía popular.
En medio de este panorama surge Salvador Nasralla, el candidato que habría sido favorecido por la voluntad popular. Su figura representa un anhelo ciudadano de renovación, transparencia y lucha contra la corrupción. Sin embargo, su liderazgo se enfrenta a un dilema histórico: ¿permitirá que el proceso electoral repita las sombras de 2017 con los mismos actores o defenderá la voluntad del pueblo que lo eligió como su presidente?
La coyuntura se agrava con el polémico indulto otorgado al expresidente Juan Orlando Hernández por parte del presidente Donald Trump, un acto que generó indignación, preocupación y un profundo debate público. Ante este escenario, surge la pregunta clave: ¿está el país preparado para enfrentar el riesgo del retorno de una estructura política del crimen organizado y narco-tráfico, llamada Partido Nacional de Honduras, que muchos consideran dañina para la institucionalidad, la democracia y la soberanía territorial? La respuesta requiere mirar la historia. Liberales y Libre, que en distintos momentos coincidieron en la lucha contra la imposición y la corrupción, han identificado un adversario común: aquello que amenaza con revertir los avances democráticos y devolver al país a un pasado marcado por la criminalidad, el narcotráfico, el abuso de poder y la impunidad.
La historia de Honduras ofrece un ejemplo valioso y digno de revivir. Durante la administración de José Santos Guardiola, en el siglo XIX, Honduras dejó de lado sus divisiones internas para enfrentar al filibustero William Walker, cuyo proyecto colonialista pretendía instaurar un régimen esclavista en la región. Incluso la Guerra Nacional unió a los pueblos centroamericanos bajo un propósito común: defender la soberanía y luchar frente a la invasión extranjera. Y este fue un punto decisivo que marcó un hito en la lucha por el bien común, donde todos se identifican con el proyecto y la causa a defender.
A diferencia de 2017, cuando existía una figura autoritaria consolidada en el poder —en aquel entonces, JOH—, hoy la presión proviene de múltiples frentes: factores internacionales, como mensajes en redes sociales de Donald Trump y cabilderos norteamericanos que buscan influir en las elecciones democráticas, así como conglomerados económicos, sectores políticos y medios tradicionales que intentan moldear el rumbo del país. Por ello, la responsabilidad histórica de los líderes actuales es mayor frente al posicionamiento soberano que clama respuestas coherentes ante esos “buenos amigos internos y externos” que, sin embargo, pretenden controlar nuestra nación como si fuéramos una colonia.
Salvador Nasralla y Manuel Zelaya, en sus últimas declaraciones y cada uno desde su respectivo espacio político, han reconocido mutuamente —aunque de forma implícita— que, más allá de sus diferencias, el verdadero adversario no se encuentra entre quienes defienden la justicia, la democracia y la transparencia, sino en la estructura que pretende perpetuar un sistema que ha generado dolor, pobreza, crisis, miedo y desolación en Honduras.
En tiempos de confusión y confrontación entre hermanos y partidos políticos con objetivos comunes, cuando falte visión de país o sentimiento de unidad. El ejemplo del invasor y filibustero William Walker debería permanecer vivo en la memoria hondureña, especialmente en circunstancias de amenazas externas, vulnerabilidad institucional y fenómenos de despojo como las ZEDE, que representan una nueva forma de neocolonialismo derivada de nuestra falta de dirigencia nacional y de la pérdida de capacidad para ejercer plenamente la soberanía. Todo esto surge porque Honduras aún mantiene una política de subordinación frente a intereses extranjeros, que han visto lo manipulable que puede ser una clase política históricamente caracterizada por ser entreguista, antidemocrática y apropiarse de manera pirata de la riqueza del país, sin un proyecto claro de identidad nacional ni de memoria histórica.
En este contexto, frente a momentos de crisis fratricidas entre los partidos políticos, las diferencias ideológicas y las coincidencias democráticas se vuelven especialmente importantes. Una cosa son las ideas que cada quien defiende y otra son los principios mínimos que todos debemos compartir. Podemos pensar distinto y debatir con intensidad, pero hay un fundamento que no se negocia: en democracia, quien obtiene más votos de manera limpia y transparente debe asumir la presidencia. Esa base mínima es indispensable para recuperar la confianza ciudadana, fortalecer la institucionalidad y avanzar como país. Respetar el voto, garantizar la transparencia y defender las instituciones no es una cuestión de partidos: es la defensa del orden democrático y del cumplimiento de la voluntad del soberano.
Aquí entra en juego el concepto clave de identidad nacional, entendida en su dimensión más profunda. Esta exige ir más allá de las diferencias de clase, de partido o de intereses sectoriales. En sociedades divididas, la identidad nacional debe construirse a partir de los intereses y aspiraciones comunes de todas las clases que conforman la nación, sin excluir a ninguna. Solo al reconocer esos puntos de encuentro y proyectarlos hacia el futuro es posible delinear rutas que nos permitan avanzar hacia un proyecto compartido de liberación nacional. Solo entonces puede surgir un proyecto histórico verdaderamente nacional.
Pero el problema en Honduras ha sido la ausencia de una clase dirigente con una visión y un proyecto propio, diferenciados de los intereses económicos y políticos de Estados Unidos. Esta carencia ha sido determinante para que el Estado hondureño se conduzca al margen —y con frecuencia incluso en contra— de los intereses de la nación.
Como resultado, en la coyuntura actual, Honduras opera como un Estado dependiente y subordinado a Washington, adoptando posiciones geopolíticas alineadas con determinados gobiernos conservadores, sin considerar los intereses soberanos del país y debilitando su capacidad de definir un rumbo autónomo. Esto ha llevado, además, a juzgar —muchas veces con calumnias y falsedades— otras posiciones ideológicas y modelos económicos que no comparte, generando aún más polarización y obstaculizando la construcción de un proyecto nacional propio. Puesto que las clases dominantes dominadas hondureñas, por ser subordinadas al capital extranjero, son incapaces de forjar los fundamentos de una auténtica Identidad Nacional.
En este marco, frente a la indecisión y la polarización de los liderazgos políticos, adquiere un valor decisivo un actor fundamental en toda contienda: el soberano, el pueblo movilizado. En términos políticos, este pueblo es el sujeto con capacidad histórica de conducir un proyecto económico, social, político y cultural que permita superar de manera real las condiciones de miseria, explotación, opresión y dependencia actuales.
El pueblo movilizado encarna la voluntad política de los ciudadanos que actúan con sentido liberador y transformador, capaces de desarrollar un proyecto histórico de identidad nacional y de redireccionar la trayectoria del país, sacándolo de la decadencia política que lo ha marcado durante décadas. Se trata de un conjunto diverso de clases, capas, estratos y categorías sociales, unidas en torno a un proyecto de liberación nacional, en el que nadie queda excluido por su origen o condición, y donde todos se convierten en aliados estratégicos, excepto aquellos enemigos que burlan la ley, violan el Estado de derecho e ignoran los principios inquebrantables de soberanía y autodeterminación.
Hoy, Honduras enfrenta una encrucijada histórica de unidad y reconciliación para enfrentar su futuro nacional. Con el reconocimiento de Manuel Zelaya de que el conteo de actas de Libre da como ganador a Salvador Nasralla, recae sobre él la responsabilidad de convocar, sumar y definir la estrategia para enfrentar a los adversarios tradicionales. Una parte del liderazgo conservador pide calma y obediencia al CNE, mientras el pueblo grita en las calles: “¡Vamos a las calles!”, “¡No al golpe electoral, no al fraude!”, “¡Fuera JOH!” “¡No volverán!”. Y como dicen popularmente, derecho que no se defiende es derecho que se pierde, y esta movilización representa la voluntad popular exigiendo respeto a su elección.
La pregunta fundamental es: ya que Mel, coordinador de Libre, aceptó la derrota de Rixi Moncada —obviamente bajo hechos fraudulentos, violentos y antidemocráticos develados en los audios y en proceso de golpe electoral—, ¿se va a dejar Salvador Nasralla robar nuevamente las elecciones como ocurrió en 2017, o defenderá la voluntad del pueblo que lo eligió y que tiene esperanza en él como “Salvador de Honduras”? ¿Exigirá el triunfo basado en las actas originales o dará la espalda a la voluntad popular para dar paso al regreso de JOH? ¿Seguirá sus ideales de anticorrupción, honestidad y manos limpias, o permitirá que los falsos liberales que lo rodean tuerzan y pongan la trampa en su proyecto político y no lo dejen gobernar, decepcionado así a sus adeptos que le dieron el voto de confianza en las urnas?
Aún no podemos asumir su postura ni de qué lado está, ni qué defiende, dado que ha mostrado una posición ideológica y partidaria ambigua, saltando de partido en partido, y donde muchas veces se presenta contradictorio en su forma de pensar y actuar. Sin embargo, su gente confía en él y ve a su lado una mano política fuerte: su esposa, Iroska Elvir, quien afirma constantemente: “No vamos a permitir que asesinen, una vez más, la democracia de nuestro país. Vamos a defender la victoria, pueblo. El fraude que quieren montar los que saquearon nuestro país por 12 años no avanzará; el pueblo ganó en las urnas. Ya no estamos en 2017”.
Pero el dilema de fondo es claro: si la base liberal y la de Libre no se unen contra el fraude, JOH podría regresar al poder. Surge entonces la pregunta crucial: ¿se alza el pueblo movilizado para defender su triunfo —desde la animación y convocatoria a las calles de la militancia liberal, con el apoyo de la militancia de Libre experta en resistencia popular—, o Salvador Nasralla se mantiene sumido en un guion casi televisivo frente al mega fraude y golpe electoral, cooperando así con la estructura criminal del Partido Nacional?
Lo que sí sabemos es que el reconocimiento de la derrota presidencial emitida por el coordinador del Partido Libertad y Refundación, Manuel Zelaya, coloca a Salvador Nasralla frente a un compromiso histórico que debe asumir si realmente piensa en el bienestar del país: dejar atrás las diferencias y unificar a quienes siempre han combatido a JOH y a los conservadores, quienes, cabe señalar, también son corruptos, criminales y legitimadores del statu quo. Este respaldo abre la cancha y le pasa el balón al hombre considerado por muchos como de “manos limpias”. Por ello, en caso de que el Partido Nacional ejecute al 100% su complot electoral, le corresponderá a Salvador Nasralla convocar, sumar y definir la estrategia para enfrentar a los adversarios tradicionales en las calles, porque por vía escrita y por redes sociales jamás lo logrará.
Por todo lo anterior mencionado, la postura de Mel deja a Nasralla frente a dos opciones: aceptar que Libre reconoce su triunfo y luchar ante el Consejo Nacional Electoral, o repetir la estrategia de 2017, cuando viajó a Washington y fue marginado. De ser así, quedará escrito en la historia como una demostración del delito de “traición a la patria”, en una vida política nacional marcada por filibusteros y falsos políticos que negocian al país como si fuera un territorio en venta o en alquiler para su mejor socio. Una vez más se revelará que el problema más grave que sufre Honduras no es la falta de leyes, sino la impunidad, falta de memoria y cobardía, ya que aquí un traidor puede recibir más respaldo y ser perdonado por sus crímenes que la propia nación, que paga las consecuencias y carga con los inventarios de los males de otros.
Quedará sobre su pellejo por no defender el voto popular, por ser títere de la oligarquía y tutelado por otros, al permitir el ascenso fraudulento de la presidencia cachureca y, con ello, el regreso de JOH, quien no solo traicionó a la nación desde 2012 con la aprobación de las ZEDE y múltiples actos de corrupción, sino que también ha sido señalado como narco-asesino confeso en libertad luego de guardar dos años en prisión en New York y ser perdonado por otro terrorista como Donald Trump.
El futuro de Honduras se encuentra frente a un punto decisivo: o se consolida la unidad democrática para defender la soberanía popular, o se abre la puerta al regreso de quienes sumieron al país en su crisis más profunda. La pregunta que define este momento no es solo política: es moral e histórica. ¿Patria viva o patria sometida? ¿Unidad contra el fraude o renuncia al derecho más sagrado del pueblo? ¿Proyecto nacional o servilismo perpetuo? La respuesta pertenece al pueblo… y a sus líderes.
La lucha popular y la defensa de la democracia dependen de la unidad del pueblo y de la consolidación de una identidad nacional o conciencia colectiva; estas son las únicas rutas para que Honduras despierte de su sueño ciego y oscuro, se haga dueña de su destino y enfrente al enemigo común que tortura a nuestros compatriotas en EE. UU. y viola nuestra soberanía al intentar intervenir e imponer presidentes. La unidad del pueblo, junto con líderes capaces de guiar la construcción de esa identidad nacional consciente del aquí y ahora, resulta fundamental para garantizar que el país ejerza plenamente su soberanía y defienda su destino frente a amenazas internas y externas que buscan, como ayer, hoy y seguramente siempre, dominar nuestra república desde intereses ajenos y repudiadas por la constitución, pero admitidas por la politica pragmatista de nuestra clase politica conservadora.
Con el tamal armado en vísperas de año nuevo, Mel pone el tablero favorable a Salvador para que decida y tengamos un nuevo presidente legítimo, emanado de las urnas, los votos y las actas—sino es que el Partido Libertad y Refundación recurre también a la batalla legal y diplomática respecto al recurso o figura de apelación a la nulidad de las elecciones por la serie de irregularidades e intervenciones en el proceso—. Este momento no solo define el rumbo político del país, sino también la integridad de su democracia. La historia juzgará a quienes actúen con compromiso hacia la voluntad popular, hacia la verdad y a quienes permitan que intereses personales o partidarios vulneren el derecho del pueblo a decidir; o, en otras palabras, que otros decidan sin importar realmente nuestro voto.
Insistimos para que la historia de los lamentos no se repita. La responsabilidad y estrategia de salvaguardar la democracia y de luchar contra el fraude maquiavélico en este proceso electoral recae sobre el candidato del Partido Liberal, quien debe alertar y movilizar a las organizaciones sociales y a la ciudadanía comprometida con su proyecto político que es de país. Por su parte, el Partido Libre, al parecer, ya aceptó su derrota ante un monumental fraude evidente; sin embargo, su militancia, aunque cansada de sacrificios —“ya que pone los muertos”, como dicen— sigue en resistencia, dispuesta a defender la causa en pro del respeto a la soberanía, la democracia y la construcción de una identidad nacional consciente de su lucha a emprender, concebida como un proyecto histórico de liberación nacional, donde la unidad y el criterio de la voluntad popular prevalecen por encima de cualquier diferencia.
Por eso hoy, la causa histórica radica en comprender con claridad la amenaza que representa la injerencia de Estados Unidos contra Honduras. Se interviene un proceso que se presenta como democrático mientras se recicla el lema promovido por los mismos medios corporativos que hacen lobby político: “tu voto cuenta”. Sin embargo, en un proceso tan distorsionado y viciado, la verdad es otra: “tu voto no importa”. Porque desde afuera, desde Washington ya nos adelantan el tamal, por si creemos que aún no lo han cocido. No hay que ser un Nostradamus para saber cuál es el posible regalito preparado para Nochebuena: “¡Se activó la racha, Papi Presidente”!.
Mientras no tengamos autodeterminación Honduras continuara siendo una república bananera, un enclave, una colonia moderna. El imperialismo aún nos mantiene sometidos. Nuestro país quedará inscrito en la historia como el laboratorio de la Doctrina Monroe 2.0. Lo que estamos viviendo no es solo una crisis electoral ni un episodio más de manipulación institucional; es parte de un esquema histórico de control externo que se ha modernizado y que encuentra en Honduras un terreno ideal para operar. Con injerencia radical y nunca ante vista, comenzara aquí y seguirá expandiéndose por toda América Latina allí donde existan proyectos populares que cuestionen el orden impuesto.
Por ello, diversos sectores cuestionan el sistema electoral, al considerar que continúa despojando al pueblo hondureño de elecciones legítimas, emanadas auténticamente de la voluntad popular, en tanto permite —e incluso facilita— que estructuras criminales ocupen posiciones de poder. En el plano internacional, se despliega una estrategia aún más profunda: un intervencionismo del siglo XXI que ya no se impone mediante cañoneras ni ocupaciones militares, sino a través de narrativas geopolíticas de control, bloqueo y guerra, disfrazadas de lucha contra el narcotráfico, la migración, la gobernabilidad o la supuesta estabilidad democrática.
La Doctrina Monroe, proclamada en 1823 bajo el lema “América para los americanos”, terminó convirtiéndose en un instrumento para que Estados Unidos moldeara gobiernos, economías y fuerzas armadas a su conveniencia. Hoy esa lógica reaparece, más sofisticada y encubierta, disfrazada de cooperación y diplomacia. En Honduras esto se confirma con presiones internacionales, mensajes diplomáticos velados y actores externos influyendo en procesos electorales, como ya ocurrió en comicios anteriores. El objetivo es claro: asegurar gobiernos alineados a los intereses estratégicos de Estados Unidos, incluso si ello implica tolerar corrupción, crimen organizado y violaciones sistemáticas a los derechos humanos.
El problema de fondo es que este modelo solo puede sostenerse utilizando a las mismas mayorías empobrecidas. Manipuladas por campañas de miedo, desinformación y propaganda mediática, terminan legitimando gobiernos que no las representan y que perpetúan pobreza, desigualdad y dependencia. Mientras tanto, las élites locales y extranjeras conservan intactos sus privilegios. Pero, al parecer, como si fuera la novela Cien Años de Soledad, la historia se repite: los mismos errores, los mismos actores, los mismos verdugos; las mismas élites conservadoras que legitiman el statu quo y el mismo enemigo común que tortura a la patria. Se reproduce la misma ideología dominante, mistificadora, que convierte el concepto de lo nacional en uso exclusivo de lo establecido, de lo convencional y tradicional, donde se mantiene a los pueblos divididos y que no desea su liberación mental del yugo de la ignorancia y la miseria.
Una empresa de tal envergadura es una clase política que representa intereses contradictorios con la soberanía nacional: los mismos de la tiranía, los mismos que se han enriquecido a costa de los pobres, los grupos minoritarios que han dominado la historia. Son los mismos del golpe de Estado, los mismos de los fraudes electorales, los mismos filibusteros y piratas al acecho que buscan perpetuar el abismo de la esclavitud y empujarnos de regreso al pasado del sometimiento. Asi se dibuja la idea de que Honduras todavía permanece como un país entre lo ciego y lo despierto, heredero de las ruinas de la colonia, marcado por una crisis crónica: un país sin memoria histórica y, por ello, sin modernidad ni independencia.
En ese sentido, volviendo al corazón y al punto central de esta reflexión, es necesario mirar nuevamente el panorama con claridad. Existe un hecho innegable: un golpe electoral en marcha y un fraude orientado a perpetuar el poder por parte de una estructura acostumbrada al crimen organizado, llamada Partido Nacional. Pero también existe un pueblo que llama a la unidad y al respeto de la voluntad popular. Si se comprende con seriedad el objetivo político en disputa y se identifica con precisión al enemigo común a derrotar, resulta indispensable que el país mantenga absoluta claridad sobre lo que está en juego.
El Partido Nacional de Honduras ha atentado de manera sistemática contra la voluntad popular e intenta imponer un mega fraude electoral, diseñado y operado a través de un TREP administrado por la empresa ASD, una compañía con antecedentes y múltiples denuncias vinculadas a la transmisión de resultados electorales. Este no es un hecho menor ni una sospecha infundada: forma parte de una arquitectura ya conocida de manipulación electoral, repetida una y otra vez en la historia reciente del país y con verdugo al mando de la estrategia que muchos se preguntan porque no esta preso: David Matamoros Batson.Por esa razón, no se trata únicamente de un proceso electoral controversial más en la historia. Es mucho más que eso: está en juego el derecho de Honduras a decidir su propio destino, sin manipulaciones técnicas, sin imposiciones externas y sin estructuras oscuras que buscan secuestrar la voz del pueblo. Lo que se pretende imponer no es un simple resultado electoral, sino un proyecto político agotado, que solo puede sostenerse mediante el fraude, la desinformación y el control institucional.
Mientras tanto, también se gesta una batalla cognitiva orientada a preparar el asentamiento del poder después de los comicios, como ha sucedido históricamente en Honduras. En ese escenario, se consuma el robo electoral y el TREP, las actas y los votos dejan de importar, porque el resultado ya no se define por la voluntad popular expresada en las urnas. Lo que verdaderamente termina imponiéndose es quién tiene la última palabra: actores de poder externo —encarnados en figuras como Donald Trump— y la oligarquía hondureña, a través de agentes e instituciones que tutelan y reproducen la agenda de la clase dominante ideologizadora.
Sin embargo, mientras preparan el tamal, se juega al desgaste y a la confusión. El pueblo permanece en incertidumbre, mientras los cachurecos esperan con paciencia, guion en mano. Algunos especulan y afirman que probablemente no habrá declaratoria clara. Como en 2017, la embajada de Estados Unidos emitirá un comunicado felicitando al “nuevo presidente”, validando así el fraude bajo la narrativa de que las elecciones fueron democráticas y masivas, “el pueblo hablo en las urnas”. Posteriormente, ocurrirá lo mismo con los reconocimientos internacionales, como los de la OEA, y los reclamos aparecerán demasiado tarde; las negociaciones ya habrán sido pactadas. Salvador perdió las elecciones. Papi a la Orden ganó. Honduras, “Open for Business”.
erá un nuevo golpe de realidad si esto ocurre, porque la oposición conservadora, Estados Unidos y los grupos fácticos lograrán imponer su campaña mediática, haciéndonos creer que el enemigo era el Partido Libre, a través del mítico y recurrente “Plan Venezuela”. Nos mantuvieron divididos, no solo como fuerzas políticas, sino como pueblo, frente a un problema de país, de identidad nacional. La ignorancia política, sumada a la falta de lectura crítica, las calumnias y las falacias, hizo el resto, como en los Brujos de Ilamatepeque.
Para algunos pensadores, este proceso electoral refleja que la esclavitud mediática sigue intacta: lo que dictan los grandes medios corporativos, la iglesia y la oposición se asume como verdad incuestionable. De ahí que la especulación esté arraigada en nuestras costumbres tradicionales: mientras todos están distraídos con “Navidad, tiempo de paz y de bondad, así noche de amor, todo duerme alrededor”, el regalo de Navidad será anunciado sin pudor: “Habemus presidente. Somos el estado 51, con ZEDE PROSPERA. Paz, nacatamales y vino… God bless you all.”.
Por ello, es necesario comprender que, lejos de la división partidaria, hoy en Honduras debe prevalecer la lucha por la unidad frente a un proceso verdaderamente democrático, limpio, justo y transparente. Esto exige que la ciudadanía se mantenga vigilante, organizada y firme, para garantizar que Honduras sea dueña de su soberanía, su democracia y su Estado de derecho. Solo así será posible asegurar que la voluntad popular se respete plenamente en un momento tan crucial para la nación como lo son las elecciones nacionales. La defensa del voto no es opcional: es un deber histórico frente a quienes pretenden distorsionar la verdad y manipular los resultados para devolver al poder un proyecto político ya fallido y rechazado por la mayoría del pueblo hondureño: JOH y su partido criminal.
Muchos sectores consideran que, si se le roban nuevamente las elecciones a Honduras y no se asumen acciones mínimas para impedirlo, el ingeniero Salvador Nasralla, frente al fraude ya anticipado en los audios revelados por el Ministerio Público y ante el desarrollo de un nuevo golpe electoral, quedará registrado en la historia como el hombre en quien Honduras confió, pero que permitió —por su entreguismo y su falso liderazgo político— el retorno de JOH y del crimen organizado al poder.
Y frente a este escenario, el pueblo ya cansado por la espera, duda más de los comicios y grita: “¡Voto por voto, acta por acta en su completitud! Revisemos todo, papel y número en mano; de lo contrario, nadie reconocerá el fraudulento resultado”. Para muchos conservadores, puede parecer que se trata de sembrar caos, incluso alegando que la ley electoral no contempla revisar nuevamente las 19,167 actas. Pero, en realidad, es justicia: es arrancar la verdad allí donde ha sido secuestrada, para saber con certeza y sin manipulaciones quién ganó realmente el 30 de noviembre; para vencer, como también dicen, “la mano peluda” de color azul que desde siempre ha interferido en la voluntad popular. Así, lo que está en juego no es solo una lucha partidaria: es una lucha por la democracia, por el soberano y por la dignidad de Honduras.
or consiguiente, la unidad soberana frente a la oposición continental no es una consigna vacía, sino una necesidad histórica impostergable y vital para la lucha latinoamericana. Porque sin unidad, la democracia se fragmenta; sin firmeza, la soberanía se negocia; y sin memoria, Honduras vuelve a caer en el mismo ciclo de dominación que ha marcado su historia. Es indispensable comprender que la lucha de Honduras es una lucha contra el imperialismo, una lucha por defender su soberanía, por resguardar la libre intromisión externa y garantizar que se respete la Constitución de la República y sus valores originarios.
Ahora toca concluir con la redundante pregunta y el desenlace final de este capítulo electoral en la historia de Honduras: ¿Se caerán las máscaras? ¿Correrá el telón? ¿Dirán, una vez más, quién es “el gran ganador” sin que necesariamente refleje el voto de las mayorías en las urnas? ¿Se aceptará el mandato de la Casa Blanca? La historia observa. El pueblo también. Si se viola una vez más el mandato del soberano y se regresa al narco-aliado que mucho terror, muerte, corrupción y decadencia le ha provocado a la sociedad.
Honduras dependerá, en gran medida, del accionar y la estrategia de César Alejandro Salvador Nasralla Salum, el hombre en quien muchos confían para resistir el fraude, recuperar la voluntad del pueblo y defender la dignidad de la nación. Porque no es mediante redes sociales que se defienden las grandes batallas; se necesita una voluntad de poder movilizada y un gran liderazgo para vencer las trampas de un sistema diseñado para gestar el fraude y el golpe electoral. Este liderazgo es de un enorme valor frente al miedo que impone el imperialismo de Estados Unidos contra nuestra libre, soberana e independiente República de Honduras.



