(Por Jeanpier Anaya) Sea cual sea el resultado que el CNE presente antes de terminar 2025, las relaciones entre Estados Unidos y Honduras estarán determinadas por el nivel de afinidad entre ambos mandatarios. El presidente Donald Trump se ha caracterizado por una política exterior altamente ideologizada, en la que las afinidades de pensamiento pesan tanto o más que el desarrollo de una agenda interna.
Este enfoque ha derivado en enfrentamientos directos con sus adversarios y en un permanente examen de lealtad hacia sus aliados. El nuevo presidente hondureño deberá decidir entre una sumisión completa a Washington o la adopción de un enfoque geopolítico más amplio, ante un Estados Unidos que ha decidido no tener socios, dividiendo el mundo entre “vasallos” y “enemigos”.
La deriva intervencionista emprendida por Trump deja escaso margen de maniobra a los gobiernos que dependen de su apoyo y de la relación con Estados Unidos. Los costos de intentar construir una narrativa independiente o de acercarse a potencias extrarregionales se incrementan de manera significativa.
En el plano regional, las tensiones en el Caribe y las elecciones presidenciales en Brasil, Colombia, Costa Rica, Haití y Perú —enmarcadas en las legislativas de medio término en Estados Unidos y caracterizadas por una inédita vocación injerencista— configuran un escenario complejo. A nivel global, la prolongación de la guerra en Ucrania, la confrontación comercial con China y la creciente militarización de la política comercial definen el entorno internacional.
En procesos electorales como los de Honduras y Argentina, la interferencia estadounidense ha producido resultados favorables para Trump y sus aliados. Sin embargo, esta misma actitud ha generado reveses en la política interna, evidenciados en la pérdida de alcaldías clave como Nueva York y Miami, así como de gobernaciones en Nueva Jersey y Virginia.
Este panorama preocupa al Partido Republicano, que busca renovar las curules de representantes como María Elvira Salazar y Carlos Giménez, figuras del intervencionismo que deben, al mismo tiempo, gestionar el rechazo que las políticas migratorias de Trump han suscitado entre sus votantes.
La falta de atención a demandas domésticas —como los precios de la energía, la reforma sanitaria y el financiamiento del gobierno— ha debilitado la imagen del presidente, quien intenta compensar estas carencias con supuestos logros en política exterior.
El despliegue militar en el Caribe, iniciado bajo la justificación de la lucha contra el narcotráfico y que ha derivado en más de 80 ejecuciones extrajudiciales, genera rechazo y preocupación. Sin ofrecer contraprestaciones, la estrategia se ha redirigido hacia el control petrolero, con el secuestro de cargueros de crudo y derivados y el bloqueo de las costas venezolanas. Aunque diversos actores presionan por una intervención en Venezuela, la narrativa oficial parece orientarse a construir un consenso en la opinión pública que legitime una operación, mientras el tiempo juega en contra de Washington.
Las amenazas de imponer aranceles a Brasil y de reducir beneficios a gobiernos alineados con Trump —como El Salvador, Guatemala y Argentina— reeditan la tradicional política estadounidense de “la zanahoria y el garrote”, vigente en América Latina desde inicios del siglo XX. No obstante, esta nueva versión se distingue por la elevada imprevisibilidad del presidente y su dependencia de los niveles de aprobación, que en diciembre de 2025 alcanzan mínimos históricos. La decisión de iniciar una ofensiva resulta delicada para un mandatario que prometió el fin de las guerras y aspira a un Nobel de la Paz, pero que no dudó en ordenar un ataque contra Irán.
En el ámbito global, los intentos de Trump de alcanzar una solución negociada al conflicto en Ucrania —incluido el recibimiento de Putin en Alaska— han resultado infructuosos. La ayuda a Kiev se ha convertido en un barril sin fondo que apenas logra contener la ofensiva rusa, transformando el conflicto en una guerra de desgaste con elevados costos para Europa. Los países europeos deben destinar una parte significativa de sus presupuestos a la compra de armamento estadounidense, mientras enfrentan el aumento de los precios del gas tras romper relaciones con su proveedor tradicional.
El manejo coercitivo de la relación comercial, las diferencias en torno a la OTAN y el unilateralismo de Trump han generado fricciones con la Unión Europea, tradicional aliada de Washington. La sostenibilidad de la relación se cuestiona aún más tras la propuesta de la Casa Blanca de acercarse a partidos “patriotas”, generalmente euroescépticos, para enfrentar lo que denomina una “eliminación civilizacional” derivada de la multiculturalidad y el multilateralismo.
Trump ha demostrado una notable capacidad para reorganizar su mapa de aliados y adversarios, actuando en consecuencia mediante medidas coercitivas. Este comportamiento parece confirmar un refrán clásico en el ámbito de las relaciones internacionales, atribuido a Henry Kissinger: “Ser enemigo de Estados Unidos es peligroso, pero ser su amigo puede resultar letal”



